Comentario
El siglo XVII es el de la llamada revolución científica. Sus caracteres son hoy bien conocidos. La cosmografía todavía descriptiva de Copérnico inició su transformación en mecánica celeste. La filosofía natural de origen clásico se vio desplazada por la nueva física, cuyos conceptos y métodos básicos empezaron a formularse con claridad a partir de la generación de Galileo. La alquimia, la destilación y el paracelsismo condujeron a la iatroquímica y las otras corrientes que prepararon la constitución de la química moderna. En matemáticas, se desarrollaron los campos abiertos a finales del siglo XVI -principalmente el álgebra lateral y los logaritmos- y aparecieron otros nuevos, como la geometría analítica y el análisis infinitesimal. En ciencias biológicas, se realizaron los primeros conatos de taxonomía natural y se sentaron las bases de la fisiología experimental, mientras los estudios anatómicos continuaban las líneas posvesalianas e iniciaban la era de la indagación microscópica. La medicina galénica tradicional fue gradualmente sustituida por los sistemas iatroquímicos e iatromecánicos o por corrientes antisistemáticas, que encontraron en la nueva concepción de la especie morbosa un fundamento perdurable. La técnica, por último, superó definitivamente su tradicional divorcio de los saberes científicos e inició el espectacular desarrollo que le ha dado un lugar de excepción en el mundo moderno.
España, a lo largo del siglo XVII, no participó en ninguna de las primeras manifestaciones maduras de la ciencia moderna. Durante casi un milenio, nuestra Península había figurado entre los escenarios centrales del desarrollo de los saberes científicos en Europa. En esta época crucial, sin embargo, los obstáculos que habían ido creciendo durante el siglo XVI se convirtieron en auténticas barreras que aislaron la actividad científica española de las corrientes europeas y desarticularon su inserción en la sociedad.
Desde el punto de vista de sus relaciones con la renovación, la ciencia española del siglo XVII puede dividirse, según López Piñero, en tres períodos distintos. Durante el primero, que corresponde aproximadamente al tercio inicial de la centuria, la actividad científica española fue una mera continuación de la desarrollada en el siglo anterior, precisamente a espaldas de las novedades. El segundo período, que comprende a grandes rasgos los cuarenta años centrales del siglo, se caracterizó por la introducción de algunos elementos modernos de forma fragmentaria y aislada, que fueron aceptados como meras rectificaciones de detalle de las doctrinas tradicionales, o simplemente rechazados. Solamente en las dos últimas décadas del siglo se produjo un movimiento de ruptura con el saber tradicional y sus supuestos.
En las primeras décadas de la centuria, el nivel de la actividad científica española fue todavía considerable. La actitud general ante las novedades fue desconocerlas, bien por falta de información, bien porque no interesaba enfrentarse con ellas. Naturalmente hubo excepciones, entre las que solamente anotaremos como ejemplos significativos la postura opuesta al paracelsismo del catedrático vallisoletano Antonio Ponce de Santa Cruz (1622) y la abierta de Benito Daza Valdés (1623) ante las observaciones astronómicas de Galileo.
En medicina y las ciencias afines, la figura más representativa del tradicionalismo moderado fue Gaspar Bravo de Sobremonte (1683) catedrático de la Universidad de Valladolid y médico de cámara de Felipe IV y de Carlos II. Dedicó a la circulación de la sangre un escrito monográfico (1662), en el que defiende la doctrina de Harvey y también la circulación de la linfa.
La polémica en torno a la doctrina de la circulación de la sangre, uno de los principales problemas en los que se produjo el choque entre la ciencia antigua y la moderna, nos ofrece la muestra más típica e importante del tradicionalismo intransigente. Dicha doctrina había merecido ya los ataques abiertos de galenistas de mentalidad tan cerrada como Juan de la Torre y Valcárcel (1666), que pretendió oponerse al escándalo causado por Harvey con argumentos pertenecientes al peor escolasticismo. Muy distinta a la de este oscuro autor es la personalidad de Matías García, el representante más destacado de la postura reaccionaria, y al mismo tiempo el caso que mejor permite descubrir su significado histórico.
La ruptura con los esquemas tradicionales y la asimilación sistemática de la ciencia moderna aparece ya en la obra de algunas figuras del período central del siglo, como los físicos, astrónomos y matemáticos Juan Caramuel, Vicente Mut y José Zaragoza.
Aunque la estrecha conexión del galenismo con los esquemas del aristotelismo escolástico cristalizados en torno a los dogmas religiosos favoreció innegablemente su defensa, ésta nunca se expresó en forma de persecución abierta de los partidarios de las nuevas ideas. Esta realidad puede quedar enmascarada por hechos como los encarcelamientos que por parte de la Inquisición sufrieron, ya en las primeras décadas del siglo XVII, algunas cabezas de la renovación médica del relieve de Diego Mateo Zapata y Juan Muñoz y Peralta, primer presidente de la Regia Sociedad de Medicina y otras Ciencias de Sevilla. No obstante, estas figuras no fueron perseguidas por el temido Tribunal a causa de sus ideas, sino debido a su origen judío.
Muy distinta es la situación de los novatores pertenecientes al grupo de ciencias matemáticas, astronómicas y físicas. La renovación se encontró aquí con una barrera de otro tipo, puesto que sobre un elemento fundamental de la misma -la teoría heliocéntrica- pesaba una prohibición expresa sostenida por todas las fuerzas coactivas oficiales. En contraste con la libertad que a este respecto había existido en nuestro país durante el siglo XVI, a partir de la condena de 1633 se mantuvo con especial energía la prohibición del heliocentrismo incluso hasta fechas claramente ilustradas. Todavía en 1748, al publicar sus Observaciones astronómicas, Jorge Juan tuvo por este motivo dificultades con la censura inquisitorial que, como ha puesto de relieve Peset Llorca, motivaron la intervención amistosa de Mayans.
Las más importantes e innegables novedades dentro de la química, la biología y la medicina habían empezado a difundirse en España durante los años centrales del siglo como rectificaciones aisladas de los esquemas tradicionales. Dentro de dichas disciplinas, el primer texto de que tenemos noticia en el que se rompe abiertamente con estos esquemas, se publica en nuestro país en 1678. Se trata de un libro llamado a tener cierta notoriedad europea: se titula Discurso político y physico, que muestra los movimientos y efectos que produce la fermentación y materias nitrosas... Su autor es Juan Bautista Juanini, italiano afincado en España hasta su muerte, acaecida en 1691. Fue médico y persona muy allegada a Don Juan José de Austria, al que dedicó el Discurso, y del que haría incluso la autopsia para averiguar la causa clínica de su fallecimiento.
En 1687 se producen tres acontecimientos de gran significación: da sus primeras señales de vida el grupo renovador de Zaragoza; se traslada a París, enviado por la Universidad de Valencia, el grabador y microscopista Crisóstomo Martínez y, sobre todo, se publica el auténtico documento fundacional de la renovación científica española: la Carta filosóficomédico-chymica de Juan de Cabriada.
El ambiente científico de Zaragoza estaba encabezado por los profesores de medicina de su universidad. En 1687, el catedrático de anatomía Francisco San Juan y Campos introdujo la doctrina de la circulación de la sangre en la enseñanza universitaria española.
Desde el 19 de julio del mismo año 1687 sabemos que estaba trabajando en París el grabador y anatomista valenciano Crisóstomo Martínez. La estructura íntima de los huesos y su más fina vascularización son el tema preferido de sus láminas microscópicas y de sus escritos científicos.
También durante 1687 publicó Juan de Cabriada su libro titulado Carta filosófico-médico-chymica, a la que antes hemos llamado documento fundacional de la renovación en nuestro país de las ciencias químicas, biológicas y médicas. En los últimos años de la centuria, el movimiento novator tuvo varios núcleos de notable actividad. Uno de los más destacados fue el que en Valencia encabezaron Juan Bautista Corachán y Tomás Vicente Tosca, científicos formados en el ambiente creado por los discípulos de José Zaragoza. Otro núcleo estuvo localizado en Cádiz y tuvo como principal figura a Antonio Hugo de Omerique, autor de la obra matemática de mayor altura realizada en la España del siglo XVII.